El cine de John Ford se compone de pequeños detalles, escenas sin
aparente importancia, que son al final las que perduran en la memoria
colectiva. Ahí están la pelea en la boda de Centauros del desierto, los
ladrones leyendo cómo cuidar a un bebé en Tres Padrinos, o el apretón de
manos de El hombre tranquilo. En La ruta del tabaco encontramos varias
escenas así, de esas que le arrancan al espectador alguna carcajada o
alguna lagrima en el momento menos esperado, y que, al acabar, dejan un
buen sabor de boca, a pesar de que se trate de una de las llamadas
"menores" del genio de Maine. Y es que, sin ser de sus grandes obras, es
una película de Ford. Eso se ve desde el comienzo. Esos planos del
solitario camino, ese lirismo arrebatador, que tan bien sabía
representar Ford, demostrando cómo el paso de los años ha hecho mella en
la zona, donde ya no queda más que polvo.
Alguien dijo que el cine de John Ford cuenta la historia de los irlandeses. Aún siendo el cronista oficial de la historia norteamericana hasta la mitad del siglo XX, siempre tuvo presente su origen, y en su trilogía sobre la pobreza, no hace otra cosa que narrar los sucesos de la gran hambruna que sufrió Irlanda en el siglo XIX, y que acabó con su familia en el nuevo mundo. Por ello, todo su cine está impregnado de una sensibilidad que sale de la propia experiencia, y más aún estas tres películas. Pero para Ford, nunca una historia es lo demasiado triste como para dejar de lado el humor. Es la gran clave de la película, porque, narrando una historia tan dura y sombría, lo hace con su candidez habitual, con personajes entrañables, y diálogos cómicos, dando lugar a unas situaciones que en algún momento podrían llegar a parecer escatológicas. Pero, a pesar de todo, nunca deja de ser lo que Ford siempre ha contado, historias sencillas de personajes.
La película es un auténtico lucimiento para Charles Grapewin, un actor que nunca es lo suficientemente reconocido. Él solo lleva el peso de la película en todos los ámbitos. Con una interpretación muy fordiana, sabe darle el punto exacto entre comedia y drama para hacer creíble y entrañable su personaje. Una interpretación simplemente brillante. Todo el reparto es un muestrario el cine fordiano, lo que podríamos llamar irlandeses, locos, sueltos entre ellos, inadaptados, ya sea a un lugar o a una época. Y Ford es el único que sabría hacer algo así sin resultar caricaturesco o bufonesco. Es, probablemente, el único director que ha conseguido que en sus películas la cámara nunca esté, si no que sea el espectador el que sienta directamente la historia. Estamos realmente ahí, en esa pequeña granja desahuciada, y no la vemos através de una pantalla. También destacar esa brillantez plástica que consigue Ford siempre. Ya pueden ser los claroscuros de Centauros del desierto o el primer plano de Tom Joad en Las uvas de la ira, conseguía hacer poesía de la imagen, sin necesidad de barroquismos y efectismos. La sencillez hecha cine.
Alguien dijo que el cine de John Ford cuenta la historia de los irlandeses. Aún siendo el cronista oficial de la historia norteamericana hasta la mitad del siglo XX, siempre tuvo presente su origen, y en su trilogía sobre la pobreza, no hace otra cosa que narrar los sucesos de la gran hambruna que sufrió Irlanda en el siglo XIX, y que acabó con su familia en el nuevo mundo. Por ello, todo su cine está impregnado de una sensibilidad que sale de la propia experiencia, y más aún estas tres películas. Pero para Ford, nunca una historia es lo demasiado triste como para dejar de lado el humor. Es la gran clave de la película, porque, narrando una historia tan dura y sombría, lo hace con su candidez habitual, con personajes entrañables, y diálogos cómicos, dando lugar a unas situaciones que en algún momento podrían llegar a parecer escatológicas. Pero, a pesar de todo, nunca deja de ser lo que Ford siempre ha contado, historias sencillas de personajes.
La película es un auténtico lucimiento para Charles Grapewin, un actor que nunca es lo suficientemente reconocido. Él solo lleva el peso de la película en todos los ámbitos. Con una interpretación muy fordiana, sabe darle el punto exacto entre comedia y drama para hacer creíble y entrañable su personaje. Una interpretación simplemente brillante. Todo el reparto es un muestrario el cine fordiano, lo que podríamos llamar irlandeses, locos, sueltos entre ellos, inadaptados, ya sea a un lugar o a una época. Y Ford es el único que sabría hacer algo así sin resultar caricaturesco o bufonesco. Es, probablemente, el único director que ha conseguido que en sus películas la cámara nunca esté, si no que sea el espectador el que sienta directamente la historia. Estamos realmente ahí, en esa pequeña granja desahuciada, y no la vemos através de una pantalla. También destacar esa brillantez plástica que consigue Ford siempre. Ya pueden ser los claroscuros de Centauros del desierto o el primer plano de Tom Joad en Las uvas de la ira, conseguía hacer poesía de la imagen, sin necesidad de barroquismos y efectismos. La sencillez hecha cine.
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