“Se están perdiendo
las buenas costumbres”, me dice mi padre. “Tanta megalomanía, tanto
movimiento de grúa, tanto plano cenital”.
Sé
por dónde va. No hace falta que diga más. Ahora me hablará de John
Ford, y yo le diré que no se puede estancar ahí, que el cine ha ido
probando nuevas cosas y éstas no tienen por qué ser malas. Pero lo
cierto es que yo también adoro a Ford. Ya fuese al oeste, a Irlanda, o
al Pacífico, siempre tenía algo bueno que contar. Por eso me repatean aquellos que, fascinados por el esteticismo vacío de aronofskys y compañía, le rechazan catalogándolo de “facha”. No tienen ni idea. No han comprendido nada.
Me encantaba especialmente su obsesión por el sentido de comunidad que impregnaban sus películas.
Era algo que iba desde el sentimiento familiar, al de camaradería, o el
de seguir en alguna población una serie de ritos de unión: bailes,
ceremonias o incluso peleas.
Era riguroso, directo, pero también supo evolucionar. Si en Pasión de los fuertes
apostó por ser fiel a la realidad al plasmar que el duelo en O.K.
Corral duraba cinco minutos –tal como el propio Wyatt Earp le contó-, en
El hombre que mató a Liberty Valance, una de sus más altas cumbres cinematográficas, deció quedarse con la leyenda.
Cuentan que cuando Ford fue a la Screen Directors Guild se definió a sí mismo como “director de westerns”, y así parece que fue para mucha gente, pero llegó más allá. ¿Acaso no recuerdan su magnífica adaptación de Las uvas de la ira o El delator? ¿No se emocionan viendo a Roddy McDowall tocando a los pájaros en su lecho de enfermedad en ¡Qué verde era mi valle!?
O, por supuesto ¿no les han entrado ganas de visitar Innisfree, como en
su día hizo José Luis Guerín, para conocer el lugar en el que acontece
una historia tan tierna como la de El hombre tranquilo?
Si pienso en Ford, me vienen a la cabeza tres escenas: el momento de Centauros del desierto en que el reverendo ve de refilón a Martha acariciar con ternura la capa de su cuñado Ethan; o cuando en La diligencia,
tras una descortesía por parte del estirado caballero del sur hacia
Dallas, una prostituta, Ringo (John Wayne) le ofrece agua disculpándose
de no tener vaso de plata en la que dársela; y, por supuesto, el debate
improvisado que se forma en la estación de tren en El hombre tranquilo.
Todas ellas son muestra de una ternura y delicadeza infinitas que
parece que no cuadran con un cineasta con tanta fama de cascarrabias.
Lindsay
Anderson recogía en su documental dedicado a él, que una vez uno de los
ayudantes de Ford le sugirió al cineasta que rodara la entrada del tren
en la estación en El hombre tranquilo desde arriba. Fue todo un atrevimiento porque no le gustaba que le dijesen lo que tenía que hacer, pero al final le dijo: “Cuando hablas con alguién ¿hacia dónde miras?”, era evidente que a los ojos. “Pues así es como ruedo yo”, remató. Poco más pudo añadir.
Acudir
a John Ford es disfrutar del cine en toda su esencia, es un baño
purificador. El espectador siente que sí, que, como él dijo, le miran a
los ojos y con ello reconocen su humanidad. Que no le engañan, que no
insultan su inteligencia haciéndole partícipe de esas pequeñas vidas que
desfilan por la pantalla. ¿A que se les había olvidado lo que es eso?
Entonces, ¿a qué esperan para volver a ver una película suya?
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