La ciudad desnuda (The Naked City, 1948) se abre con una (falsa) promesa: en la que iba a ser la última película con su firma, el escritor y productor Mark Hellinger, responsable también de títulos como El último refugio, Forajidos o Fuerza bruta, anuncia que vamos a ver algo nuevo e insólito, una película policiaca rodada en las calles y escenarios reales de Nueva York, la crónica de un día cualquiera en la gran ciudad protagonizada por sus ciudadanos anónimos y sus historias cotidianas. De hecho, las primeras escenas del filme, conducidas siempre por su voz en off, nos muestran a varios personajes y situaciones a modo de noticiario documental, desde una objetividad desafectada que desafía las convenciones de la narración clásica para acercarse a las prácticas del reporterismo periodístico. Si en términos narrativos La ciudad desnuda es deudora de la crónica criminal y de los vericuetos, tal vez demasiado obvios, mecánicos y autocomplacientes, del relato policiaco que no cuestiona la autoridad ni plantea ambigüedad moral alguna, en las imágenes del filme late intensamente el trabajo fotográfico de Weegee, el famoso reportero gráfico que retrató en un contrastado blanco y negro el día a día de la vida urbana neoyorquina, conocido también por ser el primero en llegar a la escena del crimen, antes incluso que la propia policía, gracias a sus habilidades y a sus contactos con el mundo del hampa. Weegee publicaba en 1945 el libro The Naked City, claro y directo inspirador de un filme que habría que situar no tanto dentro del ciclo noir, a cuyas antologías suele ir a parar siempre en un lugar destacado, como dentro de los "reportajes de ficción" (Simsolo) con los que cierta vanguardia del Hollywood de la postguerra se dejaba contagiar por el espíritu neorrealista que se extendía por el cine mundial desde su foco italiano. En efecto, y a pesar de las mutilaciones que dieron al traste con el metraje original y que pulieron o eliminaron los contrastes entre los barrios altos y bajos de la ciudad, asunto éste que interesaba especialmente al izquierdista Jules Dassin, quien, junto al guionista del filme, Albert Matz, tendría que exiliarse poco después a Europa perseguido por McCarthy, La ciudad desnuda brilla y perdura especialmente en su contacto con la piel de asfalto y acero, los perfiles y la respiración de la gran urbe que dan lugar a "una poesía urbana nacida de una sistematización del rodaje en exteriores". Seis de las siete semanas de rodaje transcurrieron en las calles y edificios de la ciudad, con la participación de los ciudadanos como figurantes, en los rincones de los barrios populares o, como en la vibrante secuencia de persecución final, a lo largo del puente de Brooklyn, convertido gracias a la original planificación y al montaje en potente escenario trágico para la claudicación de Willie Garzha (Ted de Corsia), el criminal que cae abatido por los disparos de la policía desde las alturas en una de las imágenes emblemáticas del filme. Decíamos que la película arranca con una falsa promesa. En efecto, es el trazo documental y realista y el carácter de sinfonía urbana, acentuado por la partitura de Miklós Rozsá, lo que mejor ha perdurado de La ciudad desnuda y lo que deja una herencia más evidente para el cine moderno norteamericano. Sin embargo, la película no consigue desprenderse de la estética de estudio y sus dinámicas dialogadas y teatrales, especialmente en una serie de escenas en las que el inspector de policía que interpreta Barry Fitzgerald (al que recordarán por su papel en El hombre tranquilo, de John Ford) despliega su encantadora sagacidad y su gracejo irlandés encorsetado por las paredes de unos escenarios que no resisten la comparación con la autenticidad y la vida del mundo exterior.
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